DE LA MILAGROSA a JORGE JUAN
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Sanatorio La Milagrosa en los años cincuenta |
Volvamos atrás, porque estábamos
en un día señalado. El día en que nací. Debió ser especial. Era el primer hijo,
el primer nieto, e incluso el primer sobrino. Muchos títulos que después, con el paso de los años aprecias cada vez menos.
Todos, incluida la treintena de primos
que hay entre las dos familias, recuerdan que soy el mayor.
Pero en aquel momento no era
el mayor, era el único, y unos y otros entraban y salían de la Clínica La Milagrosa para ver al niño.
Creo, me dijeron, que me
taparon la cabeza porque la tenía un tanto abombada. “No se preocupe señora
que esto es cosa de unos días”. Eso había dicho el médico pero, por si
acaso, supongo que con una sábana, no sería con una toquilla de lana el mes de
agosto, allí estaba yo, con toca, siendo objeto de miradas múltiples, y algún qué
rico, qué ojos, se parece…
De la Milagrosa, no
sé cuantos días después, fui a parar a la calle Jorge Juan donde vivían los
abuelos maternos. Era un cuarto piso, sin calefacción y sin un baño en
condiciones. Vivían alquilados en una casa en que los pisos inferiores estaban
ocupados, en su mayoría, por los dueños del edificio . El hijo de uno de los
propietarios es poeta y durante el gobierno de José María
Aznar ocupó un cargo relevante en el ministerio de Cultura.
Los abuelos eran serios, más
él que ella, y muy religiosos. A él no le recuerdo nunca riendo y si escuchando
el parte en la radio o tocando un viejo violín, dejando que la
melancolía y seguramente la tristeza se adueñase de toda la casa. Iba siempre
trajeado y trasmitía un aspecto grave y de cierta distancia. Todos le
consideraban una buena persona que había quedado marcado por la guerra y por el
hambre que padecieron él, su mujer y sus tres hijos. Abuela decía que si no
llega a terminar la guerra hubiese muerto de avitaminosis, porque llevaba meses sin comer prácticamente nada. Vivió
hasta el año setenta y fue la primera vez que sentí la muerte de cerca. Supe
que había un final y que habría lágrimas y vestidos y trajes negros. Se
guardaba silencio por el muerto, y gente a la que no conocías te abrazaba y
besaba con un “te acompaño en el sentimiento”. Yo en los duelos doy la
mano o un golpecito en la espalda y no
digo nada, si acaso un “lo siento”,
siempre por el vivo porque el otro ya ni sufre ni padece. Siempre se recuerda a
los muertos como buenas y grandes personas, a nadie se le ocurre, por ejemplo,
decir, en pleno velatorio, que el finado era un sinvergüenza, o que había hecho
fortuna con el estraperlo o que tenía
hijos repartidos por medio Madrid.
No era el caso de abuelo, ni
mucho menos, el era un hombre culto y triste, que venía de la Andalucía
profunda, de la Sierra de Segura a dónde no llegaban las guitarras, y si
acompañaban no lo hacían por alegrías.
De niño recuerdo que íbamos
a buscarle a la salida de la oficina, en la calle Alcalá. Se alegraba de vernos
pero no nos hacía muchas carantoñas. Tampoco solía hacernos ningún regalo, siempre
era abuela, quién guardaba en su bolso algunas monedas para que comprásemos sacis,
chicles de bola o regalices. También nos ayudaba en nuestras
primeras salidas de juventud, y tenía una dulce sonrisa.
De niño me hacía el dormido
para quedarme con ella. Mis padres, que ya habían alquilado una casa en la
prolongación de Príncipe de Vergara, entonces, General Mola, insistían en que
me fuera con ellos, pero me hacía el remolón para quedarme con mi abuela y de paso mi tía, que por aquel
entonces aún no se había casado. Ya he dicho, que entre otros muchos títulos tenía el de primer sobrino, por
lo que solía tener algún aliado que
apoyase mis intenciones.
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Ejército de barrenderos datado en los cincuenta, aunque tengo mis dudas por los uniformes de los guardias |
En la casa de Jorge Juan, no
había ascensor, y chirriaba la madera de
la escalera cuando comenzabas a subir hasta el último piso. Bueno no era el
último, había una buhardilla muy fría y tenue ,dónde sus inquilinos, un
matrimonio que yo veía muy mayor, andaban siempre agachados porque sus cabezas
rozaban con el techo. En la misma habitación estaban la cama y la cocina y, una
puerta que daba a un pequeño retrete. Olía a guisos y flores, porque Reme se
sentaba en una silla los domingos, en la esquina con Velázquez y vendía en su
cesto ramilletes de violetas y claveles. Facundo, su marido, trabajaba muchos
domingos. Era barrendero y me gustaba tocarle los botones del uniforme que cada
vez brillaban menos. Dos de sus hijos habían muerto en la defensa de Madrid.
Uno en el Puente de los Franceses y el otro, a las tres semanas, en Brunete, al
año de comenzar la Guerra. Sólo les
quedaba el pequeño que vivía en Valdepeñas y trabajaba en una bodega. Creo que
nunca llegué a conocerle. Ellos hablaban de él y evitaban recordar a los hijos muertos. Juan estaba casado y les
había dado ya tres nietos, pero nunca los vi. Los doscientos kilómetros que
separaban la capital del pueblo, eran casi un
imposible. Los desplazamientos por tren o carretera no acababan nunca. Y
encima el dinero apenas les alcanzaba para vivir.
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Postal años 50 |
Vivían en soledad, callados
y sin poder cerrar sus heridas. Sólo
alguna sonrisa cuando mis hermanos y yo subíamos
a hacerles compañía y revolvíamos sus escasas pertenencias. Facundo nos
enseñaba a barrer y nos aleccionaba a que no tirásemos nada a la calle, ni un papel, a Reme, en cambio,
siempre la recuerdo de pie ,removiendo la cazuela donde entraban legumbres, y
algún día ,más bien escaso, dejaba caer en su interior pedazos de carne de vaca
o conejo.
Subíamos con frecuencia pero
no pasábamos mucho rato en la buhardilla. El frío entraba por todos los
rincones, y en verano sudábamos nada más poner un pie en la entrada.
Ellos dos allí, solos. No
tenían radio y sólo Facundo leía, aunque con dificultad. Abuelo nos daba el
periódico del día anterior para que se lo subiésemos. En aquel tiempo había
poca diferencia entre lo que dijesen las noticias de un día para otro. Todos los días eran iguales, salvo
que hubiese alguna desgracia, que también las había.
En poco más de 25 metros, un hombre y una mujer,
ya mayores, casi ancianos, sin mirar para adelante, y carcomidos por los recuerdos.
Un día no volví a verles
más. Se desvanecieron como si nunca hubiesen existido. La buhardilla ya siempre
estuvo cerrada. Nadie, volvió a subir. A lo mejor Reme y Facundo fueron
fantasmas que vendían flores y barrían
las calles.
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Homenaje a los barrenderos en el centro de Madrid |
Aquellos fantasmas, que no
existieron, hicieron que nunca tirase papeles
en las aceras, ni siquiera en los huecos de los árboles. Siempre,
recuerdo a Facundo en la buhardilla, con la escoba y a veces, apretándola tanto, que parecía que
iba a romperla.
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Monumento al buen cine |
Ah, se me olvidaba. Por si tuviese que elegir una película de aquel año (1952).
CONTINUARÁ