11/28/2021

PÁGINAS SUELTAS. Buenas, pasaba por aquí



HOY EMPIEZA TODO





Gran Vía, en aquellos años José Antonio. Foto del Archivo Municipal


El día en que nací baden baden sobrevolaba Madrid. Las calles solitarias, macilentas, perezosas, escupían fuego evitando los pasos que hicieran crujir sus adoquines. Algún vehículo, ajeno a aquellas intenciones, atravesaba a poca velocidad una calle Velázquez de árboles y bulevares. Eran las cuatro de la tarde y los ciudadanos de los años cincuenta del pasado siglo, se refugiaban en sus casas buscando corrientes imposibles, maltratando el abanico, escuchando la radionovela o dejándose llevar por un profundo sopor, mientras esperaban la redentora caída del sol.


Uno de los carteles de la película de Berlanga

Aquel año (1952), Mr. Marshall había pasado de largo y las esperanzas para salir del hambre y la miseria de la posguerra parecían desvanecerse. Madrid era una ciudad hambrienta. Acababan de suprimirse las cartillas de racionamiento pero había necesidad en cada rincón, en cada rendija...La noche aceleraba la penuria y se hacía interminable para quiénes sumaban el recuerdo de los bombardeos que sembraban de estruendo, horror y muerte la ciudad. Madrid era la ciudad mártir de Rafael Alberti y la ciudad en la que uno podía perderse y buscar esperanzas, aunque no las hubiera.

Era 21 agosto y era tiempo de silencio. Silencio en las calles y en quienes caminaban, sin pasear y sin mirarse a la cara. El miedo seguía ahí y aun habrían de pasar más de dos décadas para que se desvaneciese. Los vencedores se habían ensañado durante la década anterior y las cárceles continuaban abarrotadas. La vida y la muerte, la muerte y la vida solo separadas por una fina línea, casi imperceptible, pero que estaba ahí, amenazando desde el poder de las armas, del hambre y sobre todo del odio.

Ese odio hizo que otros muchos dejaran atrás sus casas y sus gentes para evitar la cárcel o la muerte. Fueron aquellos de la España Peregrina que cantó León Felipe, y de los que no se hablaba, no se escribía, no se reconocía su existencia. Estaban desaparecidos, como fantasmas de un tiempo que se quiso borrar.

Se vivía un orden nuevo, o un orden viejo. El de la espada y la cruz, el de la cruz y la espada. Iglesia y Estado de la mano para imponer una España oscura, sórdida y sin palabras. Y el pueblo, como siempre en nuestra historia, a callar, amordazado ,durante casi cuarenta años.
Calle Velázquez. Archivo Municipal

Son las siete menos cuarto de la tarde. Hay una brisa casi imperceptible. La calle, lentamente, se va poblando de viandantes. Algunos ya han ocupado los bancos de los bulevares en la calle Velázquez. Otros se detienen en los quioscos y piden limonada, horchata o cerveza. El sol sigue apretando.


Cartel de la película de Stanley Donen


En el cine Goya se va formando cola para ver “Cantando bajo la lluvia” y una pareja abrazada espera su turno para sacar las entradas. Se besan. Pronto reciben la recriminación de un policía armada. Cualquier uniforme era válido para avergonzar a todo aquel que se mostrase efusivo en la vía pública. Un guardia del Retiro, un cura o un sereno. Un silbato , un grito o un chuzo. Y a los señalados sólo les quedaba el silencio.

Existía la leyenda de que casi todos los serenos eran asturianos. Eran de todos lados, de cualquier parte, con su chuzo y su manojo de llaves. “Voy”. Más palmas para confirmar que nos había oído. Paso rápido para abrir los chirriosas cerraduras de los portales y esperar la propina. Eran testigos activos para controlar a qué hora llegabas, con quien ibas o con quién venías. Muchos eran confidentes de la policía. Ayudaban a guardar la moral y las buenas costumbres, pero yo, todavía, no lo sabía.

Cuando se nace no se sabe a dónde llegas, ni quién te espera, ni menos aún, quién te va a acoger y hacerte miembro de su familia. Cuando se nace sales un tanto desorientado. Lloras porque abandonas la cueva acogedora y cálida en la que has estado bien alimentado durante nueve meses, sin preocupaciones de ningún tipo. Ya habrá tiempo.

Primero los arrumacos, a quién se parece, el pecho, los gases, dormir, el chupete, el hay que quitarle el chupete; después anda si ya gatea, mira ha dicho mamá, no, ha dicho papá, los primeros pasos, si ya anda, trastazo, lloros, y enseguida el hermano.

En aquellos años, casi todos, éramos príncipes destronados. Apenas empezabas a tomar posesión de tu status como ser vivo y andante cuando llegaba otro que te sucedería sin miramiento pero que en seguida viviría tu misma experiencia.

Tú, ya desde la barrera, y el siguiente, uniéndose a tus miradas nada compasivas, cuando el tercero iniciaba su brusca caída a las frías y duras baldosas. Lloraba y te quitabas del medio por si a alguien se le ocurría que podías haber sido el culpable de aquellas lágrimas y la inevitable hinchazón en la frente. El remedio era una moneda de cinco duros que se aplicaba sobre el naciente y morado chichón.

Los mayores luchaban denodadamente por alcanzar el cuarto de los padres para buscar una moneda que, con suerte, podía doblar la cantidad anterior. Las de cincuenta pesetas eran más grandes, más eficaces contra los chichones y de paso , si eran capaces de pasar desapercibidas, una vez cumpliesen su labor en la frente del lesionado, podían mejorar nuestros maltrechos bolsillos.

Había también ocasiones, en aquellas familias numerosas de hijo nuevo, año sí o año también, bendecidas por el franquismo y los puntos, en que el chichón pasaba a mayores y la sangre fluía con cierta intensidad. Las casas de socorro eran el remedio

Quienes comenzaban a andar a edad temprana, pongamos diez meses, se rompían el labio con pasmosa facilidad. Las baldosas fueron sus testigos.
Era el color del primer coche de mi padre; Con baca incluida

En la mía que sería una gran familia, aunque no lo supiera cuando nací, hubo múltiples y variadas roturas de huesos, innumerables brechas en la cabeza, dardos que se clavaron en la nuca de un despistado que no sabía que el tirador era incapaz de acertar en la diana;, venas abiertas en la rotura de cristales y pañuelos, muchos pañuelos blancos en los SEAT del padre que acompañaba aquellos viajes a la Casa de Socorro, con un timbrado y potente claxon.

Sobrevivimos.


CONTINUARÉ ( MIS PÁGINAS SUELTAS)

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