Fue aquel abrazo el símbolo de que algo nuevo comenzaba en
España. El cuadro de Genovés muestra el espíritu de los setenta, la transición
se llamó, ,el deseo de aparcar el pasado e iniciar juntos una nueva era de
nuestra historia.
Pero enseguida nos dimos cuenta que el cuadro no gustaba a
todos por igual. Mientras en muchas casas pasaba a formar parte del paisaje doméstico,
sustituyendo algunos posters del Che Guevara o de iconos del mundo del cine; en
otras, aquella propuesta de convivencia fue desterrada y etiquetada como un símbolo
de la izquierda.
Quizá sí, quizá lo sea, pero fuisteis invitados y no
quisisteis sentaros a la mesa. Pelo largo, tonos amarronados, solo distingo una
mujer, rostros ocultos, brazos abiertos, eso, sobre todo brazos abiertos que
nunca os atrajeron. ¿Faltaba entre los personajes alguien encorbatado, cierto
glamour, algún uniforme…? No lo sé, pero
cinco años después de que pintara el cuadro, los uniformes ya estaban en el
Congreso para decirnos que la democracia debía acabarse. No fue así y seguimos y
han pasado muchos, casi cuarenta años desde que quisieron apagar la libertad
que tanto había costado conseguir y el cuadro de Genovés se lo recuerda a diario
a todos los señores diputados que acuden al Congreso. No deben mirarlo y si lo
hacen, no dudan en ignorarlo.
Ya hace tiempo que los diputados se enzarzan en insultos y
descalificaciones y la brecha entre izquierda y derecha se ha hecho más
profunda que nunca. La pandemia que nos tiene confinados en nuestras casas desde
hace semanas, solo está ahondando en la herida con una oposición
que se está mostrado como la más desleal de cualquier estado democrático. No voy
a decir que el gobierno no ha tenido fallos, que, si los ha tenido y algunos graves,
pero, desde el minuto uno del comienzo del partido, la derecha y la extrema
derecha han buscado sacar rédito de la situación.
Juan Genovés no podría a volver a pintar un nuevo abrazo. Hace
cuarenta y cuatro años lo intentó. Hoy, como ya hizo ayer, un bando no querría participar
y si accediese no llevaría mascarillas para frenar el virus si no para esconder
el odio que desprende porque el problema persiste, porque el partidismo está por
encima del sentido de Estado y busca cualquier situación, sin el más mínimo
escrúpulo, para presionar y hacer caer al gobierno gritando libertad, una palabra
que siempre ha estado desterrada de su vocabulario.
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