Ya
he contado que ver una película de 18, sin haber cumplido los años, en la
España que ya no conocemos, era una auténtica odisea. Primero había que
afeitarse lo justo, para marcar barba dura, buscar ropa que resaltase los
pectorales y ponerse un pantalón adecuado para que el conjunto resultase
convincente para el portero que, como si de un policía o un juez se tratara, tenía siempre la última
palabra. Antes, la taquillera, te había preguntado entre ingenua y malvada ¿tienes dieciocho años?
Si
salías del barrio buscabas cines periféricos donde un amigo te aseguraba que en
“Sinuhé el egipcio”, se dejaba
entrever un leve desnudo o te salía la conciencia política y acudías a una sala
estudio o a un colegio mayor para ver La
batalla de Argel o El acorazado Potemkin, con el aliciente de que había que salir corriendo, si a los grises
les daba por aparecer. Tenías
16 o 17 años y casi todo estaba prohibido.
Cuando
estrenaron El graduado, en abril del 69, me faltaba un año y
algunos meses para entrar en el selecto club de los mayores de 18 años. Algunos
compañeros de clase habían conseguido acceder a la sala, otros salieron
escaldados y puestos en vergüenza por los porteros de turno y la sonrisa
malévola de los espectadores que sí habían cumplido la edad, aunque fuese el
día anterior
El graduado tenía una calificación de TRES R , que para los censores era algo
así como, mayores con reparos, o sea, que, si eras mayor mejor que no la fueras
a ver, pero claro era mucho peor todavía meterse en una sala con una película
calificada con un cuatro considerada
gravemente peligrosa. Hoy esas calificaciones suscitarían más de una
sonrisa por no decir una carcajada. No obstante, tenemos que agradecer a los
censores eran nuestros mejores asesores. Sus calificaciones eran
una guía para todos los adolescentes de este país aunque el infierno, todavía en los años
setenta, te esperara nada más salir de la sala.
Tenía
muy claro que quería ver la película de Mike Nichols y me había cuidado muy
mucho de no acudir con un amigo menor de edad. Mi acompañante ya tenía los
dieciocho.
Los dos llevábamos el pelo largo y barba y con ese aspecto había más posibilidades de pasar las barreras. La taquillera ni nos miró. El portero cortó la entrada sin fijar la vista en mi portentosa barba que llevaba meses creciéndome. Yo temía esas palabras que ya había escuchado en otras ocasiones. ¿Me dejas tu carnet de identidad?
Pero
no, la sala se abría ante nosotros. Y no era un minicine. Era el Conde Duque de
Alberto Aguilera, un señor cine. Había recaudado el dinero suficiente para ver
una película de estreno. Anne Bancroft estaba en condiciones de seducirme.
La música de Simon & Garfunkel envolvía a la Sra. Robinson. Su striptease ante el tímido, apocado y desesperante Dustin Hoffman, fue un monumento a la sensualidad. Cuando terminó aquella historia de la que nos hubiese gustado ser partícipes a todos los jóvenes de mi generación, todos nos decantamos por la Sra. Robinson. Deberíamos habernos enamorado de Katherine Ross y raptarla en un autobús, aunque fuese de color azul rancio, y llevase el número 61 o cualquier otro. Pero no fue así .Solo existió en nuestros sueños la Sra. Robinson.
Somos
esclavos de nuestra memoria, de la que nosotros construimos, por eso, en unas
charlas ,que dimos en la Escuela de Artes y Oficios de Madrid, cuando me preguntaron
los alumnos que película recordaba de mi juventud no dudé en mencionar “El
graduado”, mientras que, por su parte, el fiscal y crítico cinematográfico
Eduardo Torres-Dulce se decantó por “Mi noche con Maud”, de Eric Rohmer,
en que un hombre católico intenta resistirse a la seducción de una mujer
divorciada. Mientras en “El graduado”
el protagonista se deja llevar, en la película de Rohmer prevalece la moral
católica y la resistencia a las tentaciones que
tanto peso tenían todavía en la sociedad de aquellos años. “El graduado”
para nosotros respiraba audacia y ciertos aires de libertad.
Hoy,
muchos años después, sigo tarareando las canciones de Simon & Garfunkel y
las imágenes me llevan inevitablemente a aquella película en que una mujer
madura guiaba a un joven imberbe por los caminos del placer y del deseo.
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