3/29/2022

PÁGINAS SUELTAS (22) : Cuando nos sedujo Mrs. Robinson

  

 


Si miramos atrás siempre recordaremos una primera vez, pequeños o grandes momentos que marcaron nuestras vidas y que quedan ahí, para que los activemos, pendientes de ser rescatados en cualquier momento. El cine y lo estoy contando en estas “
Páginas sueltas” no me ha abandonado nunca desde que era un niño, más bien un adolescente, cuando aprovechaba la paga de mis padres para ver un mínimo de dos películas todas las semanas. El Chueca, el Colón, el Quevedo, el Magallanes o el Alfonso XIII eran las salas más cercanas a mi domicilio y donde la paga daba de sí. A veces me aventuraba tomando el metro para acudir a otras salas de Madrid, siempre de sesión continua, porque podías ver dos películas y además era bastante más barato que los llamados cines de reestreno como el Luchana o no digamos los de estreno entre los que recuerdo el Palafox, el Paz o los Roxy, siempre situándome en el barrio de Chamberí

Ya he contado que ver una película de 18, sin haber cumplido los años, en la España que ya no conocemos, era una auténtica odisea. Primero había que afeitarse lo justo, para marcar barba dura, buscar ropa que resaltase los pectorales y ponerse un pantalón adecuado para que el conjunto resultase convincente para el portero que, como si de un policía o un  juez se tratara, tenía siempre la última palabra. Antes, la taquillera, te había preguntado entre ingenua y malvada ¿tienes dieciocho años?

Si salías del barrio buscabas cines periféricos donde un amigo te aseguraba que en “Sinuhé el egipcio”, se dejaba entrever un leve desnudo o te salía la conciencia política y acudías a una sala estudio o a un colegio mayor para ver La batalla de Argel o El acorazado Potemkin, con el aliciente de que había que salir corriendo, si a los grises les daba por aparecer. Tenías 16 o 17 años y casi todo estaba prohibido.

Cuando estrenaron El graduado, en abril del 69, me faltaba un año y algunos meses para entrar en el selecto club de los mayores de 18 años. Algunos compañeros de clase habían conseguido acceder a la sala, otros salieron escaldados y puestos en vergüenza por los porteros de turno y la sonrisa malévola de los espectadores que sí habían cumplido la edad, aunque fuese el día anterior

El graduado tenía una calificación de TRES R , que para los censores era algo así como, mayores con reparos, o sea, que, si eras mayor mejor que no la fueras a ver, pero claro era mucho peor todavía meterse en una sala con una película calificada con un cuatro considerada gravemente peligrosa. Hoy esas calificaciones suscitarían más de una sonrisa por no decir una carcajada. No obstante, tenemos que agradecer a los censores eran nuestros mejores asesores. Sus calificaciones eran una guía para todos los adolescentes de este país aunque el infierno, todavía en los años setenta, te esperara nada más salir de la sala.

Tenía muy claro que quería ver la película de Mike Nichols y me había cuidado muy mucho de no acudir con un amigo menor de edad. Mi acompañante ya tenía los dieciocho.

Los dos llevábamos el pelo largo y barba y con ese aspecto había más posibilidades de pasar las barreras. La taquillera ni nos miró. El portero cortó la entrada sin fijar la vista en mi portentosa barba que llevaba meses creciéndome. Yo temía esas palabras que ya había escuchado en otras ocasiones. ¿Me dejas tu carnet de identidad?


Pero no, la sala se abría ante nosotros. Y no era un minicine. Era el Conde Duque de Alberto Aguilera, un señor cine. Había recaudado el dinero suficiente para ver una película de estreno. Anne Bancroft estaba en condiciones de seducirme.

La música de Simon & Garfunkel envolvía a la Sra. Robinson. Su striptease ante el tímido, apocado y desesperante Dustin Hoffman, fue un monumento a la sensualidad. Cuando terminó aquella historia de la que nos hubiese gustado ser partícipes a todos los jóvenes de mi generación, todos nos decantamos por la Sra. Robinson. Deberíamos habernos enamorado de Katherine Ross y raptarla en un autobús, aunque fuese de color azul rancio, y llevase el número 61 o cualquier otro. Pero no fue así .Solo existió en nuestros sueños la Sra. Robinson.

Durante muchos años la música de Simon & Garfunkel ha sonado en mi cabeza porque todavía pienso que es posible graduarse con aquella Sra. Robinson.

Somos esclavos de nuestra memoria, de la que nosotros construimos, por eso, en unas charlas ,que dimos en la Escuela de Artes y Oficios de Madrid, cuando me preguntaron los alumnos que película recordaba de mi juventud no dudé en mencionar “El graduado”, mientras que, por su parte, el fiscal y crítico cinematográfico Eduardo Torres-Dulce se decantó por “Mi noche con Maud”, de Eric Rohmer, en que un hombre católico intenta resistirse a la seducción de una mujer divorciada.  Mientras en “El graduado” el protagonista se deja llevar, en la película de Rohmer prevalece la moral católica y la resistencia a las tentaciones   que tanto peso tenían todavía en la sociedad de aquellos años. “El graduado” para nosotros respiraba audacia y ciertos aires de libertad.

Hoy, muchos años después, sigo tarareando las canciones de Simon & Garfunkel y las imágenes me llevan inevitablemente a aquella película en que una mujer madura guiaba a un joven imberbe por los caminos del placer y del deseo.

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