3/11/2022

PÁGINAS SUELTAS (19) VIAJAR

 

 


No he sido un gran viajero más bien poco y a ser posible, en tren. Ya he descrito en estas páginas mi fobia a los aeropuertos y por ende a los aviones que siempre he tratado de evitar. No obstante, he viajado a cinco países de América y algunas de las principales capitales europeas y por trabajo o vacaciones me he movido prácticamente por toda la geografía española. Lo que no he tenido es esa necesidad de acumular sellos en mi pasaporte y visitar lugares por unos pocos días. A pesar de todo, si hay ciudades que me han parecido maravillosas ,que ha merecido la pena conocer y de las que he sentido añoranza  solo  con dejarlas atrás.
El gran Buenos Aires (foto tripdivisor)

Me sorprendió Buenos Aires con sus grandes avenidas, el contraste con sus barrios recogidos, alejados de los grandes edificios , la variedad de teatros, lugares de espectáculos, restaurantes o librerías en las que no sabes por dónde empezar y menos terminar. Es una ciudad grandiosa que te lleva de Recoleta a la Boca; de San Telmo a Puerto Madero o de Palermo a Liniers. Pasé ocho días y me hubiese gustado regresar como a París, siempre París, una ciudad que te seduce nada más pisarla, nada más visitar sus parques o admirar sus museos y monumentos que haces tuyos y familiares porque los conoces desde que tienes uso de razón. Por eso el incendio de Notre Dâme fue como si se nos estuviese quemando nuestra propia casa porque siempre ha estado con nosotros ,su imagen nos ha acompañado en el trascurso de nuestras vidas.


M. Mastroianni y A.Ekberg en la DOLCE VITA



Lo mismo me ocurrió con Roma cuando llegué por primera vez. La literatura y sobre todo el cine me había mostrado gran parte de sus rincones que sentía familiares como si hubiese estado allí en otra vida. Pero en aquel primer viaje nos alojamos en un lugar sorprendente, incrustado en El Vaticano.

En aquel hotel, seguramente, se escuchaban los pasos del Papa y de todos los Papas. Las estatuas del Vaticano casi se adentraban en nuestra ventana. Fue la entonces corresponsal de TVE, Paloma Gómez Borrero, la queme recomendó la residencia.

El edificio en que nos alojamos tenía como seña de identidad la mejor terraza de Roma. El Hotel-residencia Paulo VI a principios de este siglo, era un lugar poco conocido por los taxistas romanos . Desde la Estación Termini, donde llegamos procedentes del aeropuerto Leonardo da Vinci, el taxista dio varias vueltas hasta encontrar el hotel que buscábamos.

Estaba situado a veinte metros de la plaza de San Pedro. La placa que indicaba que en el interior del edificio había un hotel no era muy visible. En el primer piso residía el cónsul de un país suramericano. La tercera y cuarta plantas estaban reservadas para la que iba a ser nuestra residencia para los cuatro o cinco días que íbamos a estar en la ciudad.
Recepción Paolo VI

Subimos mi mujer y yo, en un ascensor que chirriaba. Tenía muchos años encima, alguno menos que el Vaticano. Al abrir la puerta cambió el decorado. El hall al que accedimos olía a nuevo. Paredes blancas, muchas flores y al fondo un habitáculo donde se encontraba el recepcionista y junto a él un empleado ataviado como los mejores mayordomos de las películas cómicas. De fondo se escuchaba música clásica. No se oían más sonidos.

Las habitaciones, con algunas modificaciones


La habitación no era demasiado grande, pero si suficiente. Una cama amplia, una silla junto a una mesa, un sillón y un televisor que se apoyaba sobre un minibar. Desde la ventana se percibía la misma serenidad y paz que habíamos percibido cuando llegamos a la recepción. Se veía pasear, en una terraza próxima, a un grupo de religiosos ajenos a las numerosas personas que ocupaban la Plaza de San Pedro que imponía, por todo el peso histórico que representaba. Dejamos nuestras cosas y nos dispusimos a patear la ciudad, pero antes de salir quisimos ver esa terraza de la que tanto nos habían hablado, la mejor terraza de Roma.
Piazza Navona (gertyourguide)

No fue posible porque esa noche el propietario del hotel daba una fiesta a una serie de personalidades y los empleados estaban preparándola para acoger a los invitados. Salimos a la calle. El lugar donde se encontraba el hotel era un lugar privilegiado. No solo estábamos en la plaza de San Pedro sino que andando a buen ritmo, teníamos todo el centro de Roma a dos pasos. El castillo de Sant Angelo ; la plaza Navona ; la de España, la Fontana o el barrio del Trastevere con todo el olor y el sabor mediterráneo, con las pizzas rondando por las calles junto a enormes platos de pasta que deglutían familias enteras, ruidosas, bulliciosas, alegres y ajenas a lo que ocurría en rededor. El Trastévere es la Roma que me trasmitió  el cine.


Aquella primera noche ,de regreso al hotel, mi obsesión era descubrir esa terraza mágica de la que me habían hablado. Los primeros invitados ya estaban abandonando la fiesta. Al fondo una luz dejaba al desnudo las jardineras de geranios y algunos hombres y mujeres cuidadosa y elegantemente vestidos sostenían sus copas, dando pequeños sorbos.  Volvió a llamarme la atención el tono quedo de las conversaciones , Se acercó un hombre alto que pensé que iba a recordarnos que se trataba de una fiesta privada, pero ocurrió todo lo contrario. Se presentó como el propietario del hotel y nos comentó que era una fiesta con algunos diplomáticos acreditados en Roma a los que estaba enseñando el hotel, inaugurado tan solo unas semanas antes y que podíamos acomodarnos, si nos parecía oportuno, en una zona reservada para los clientes.

Habían colocado una celosía que separaba, en dos, la terraza. Una para la fiesta, la otra para los clientes que, en aquel momento estaba vacía.  Nos sentamos y fue entonces cuando comprendimos el silencio. Las estatuas de el Vaticano nos observaban a muy pocos metros. Tan próximas que casi podíamos tocarlas. Mientras nos tomábamos los gin-tonics que nos había servido otro camarero vestido de mayordomo, descubrimos que ya no quedaba nadie a uno ni a otro lado de la terraza porque los invitados ya se habían marchado. Solo la resonancia de los hielos golpeando quedamente el cristal de nuestras copas perturbaba el silencio. Poniendo atención se oían pasos que no existían y te imaginabas a todos los Papas hablándoles a ese silencio teñido por la luna romana . Visitamos la terraza todas las noches que estuvimos y desayunamos en la primavera romana al son de cantos gregorianos, rodeados de prebostes eclesiásticos que habían hecho bueno aquel dicho popular que hablaba de lo bien que vivían los curas. Roma fue aquella terraza mágica, la mejor terraza de la Ciudad Eterna . No nos quedó ninguna duda.

No hay comentarios: