Vas en Metro y ves a tu alrededor que son muchos los que no vayan mascarilla. La mayoría jóvenes, pero también hay talluditos y talluditas que, son los listos de la clase, los que ven por encima del hombro a los demás mientras ojean su móvil o escuchan música.
De vez en
cuando, cada vez más de vez en cuando, un par de seguratas se dan una vuelta
por los vagones e invitan amablemente a que se pongan la mascarilla recordando
que es obligatoria. Lo hacen, pero nada más darse la vuelta los seguratas, se
la quitan. Son como esos niños que se tiraban papeles o hacen burla al profesor
cuando está de espaldas a ellos en la pizarra.
Creo que
Madrid es una fantástica ciudad, pero creo también que cada día crece el número
de imbéciles quizá animados por un gobierno autonómico que emplea la palabra
libertad como si la hubiesen descubierto.
Quizá esa libertad
anima a que en el transporte público cada uno haga lo que le de la gana y que
las aceras de Madrid continúen siendo una pista para los patinetes sin que
nadie les ponga freno.
Madrid para
Dámaso Alonso “era una ciudad con un millón de cadáveres”, ahora los muertos
son los vivos, los listos que campan a sus anchas porque creen que eso
es libertad y no entienden que la suya acaba cuando empieza la de los demás.
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