4/05/2022

PÁGINAS SUELTAS (23) . LA NOCHE DE LOS MUERTOS VIVIENTES

 




Madrid era un desierto. El mes de agosto hacía honor a su fama y había conseguido que buena parte de sus habitantes tomasen el camino del Mediterráneo o se refugiaran en algunos de los pueblos de la sierra. La canícula apretaba de firme y quedaban pocas opciones de ocio, en una ciudad donde el aire acondicionado, apenas era real.

Yo dormía en la terraza de un séptimo piso. Un año más mis profesores no habían comprendido mis innatas habilidades para casi todo y habían decidido que intentarían comprender la variedad de mis teorías, el mes de septiembre. En la terraza amortiguabas levemente los calores del interior del piso.

Estaba solo en casa. Andaba por los 17. Mi vecino estaba en las mismas .Sus padres, él gente de cine y ella hermana de gente de cine, estaban en Asturias.

Mis padres y su numerosa prole en Pozuelo de Alarcón, donde veraneábamos. No es ficción, era realidad, como ya he apuntado en estas mismas páginas, veraneábamos en Pozuelo,  en la colonia Benítez, no muy lejos de la estación, aunque también mis padres alquilaron casas en Las Minas, las Cávilas o el Barrio de las Latas . Pozuelo no tenía último verano, aunque llegó como todo en esta vida.

Aquella noche en Madrid, Javier, mi vecino,  me convenció para ir al cine . “En el Rex ponen La noche de los muertos vivientes, creo que es cojonuda”

-Ya, algo he leído-mentira-pero ¿no está un poco lejos?

-No,
en metro tardamos diez minutos. Tenemos tiempo porque el pase no es hasta las diez y cuarto.

-Vale, vamos. Era fácil de convencer cuando se trataba de ir al cine.

La Gran Vía con cuerpos casi desmembrados, con movimientos a cámara lenta, y sin que corriera una brizna de aire.Mil novecientos sesenta y nueve y el calor acosándonos sin piedad.

Sala oscura. Película en blanco y negro. Y el aire acondicionado moribundo.

Empieza con dos hermanitos, ya crecidos que, para pasar el rato ,digo yo, deciden darse una vuelta por el cementerio donde estaban enterrados sus padres.

A los padres no los vi, mejor, pero si aprecié algunos seres que caminaban como si no estuviesen. Pero sí que estaban y menuda hora y media me hicieron, nos hicieron, pasar.

Zombis por aquí, por allá, detrás de mi butaca, delante, debajo, en el techo. Incluso me planteé la duda de si mi amigo era uno de ellos. Sobre todo, recuerdo la manita, pedazo mano, que se cuela por la ventana de la casa donde se supone están los humanos.

El bote y el grito de la sala fue unánime. Cuando terminó aquel suplicio apenas éramos capaces de articular palabra. Mirábamos en derredor, escudriñábamos todos los rostros, por si entre los espectadores que tomaban el camino de la salida, se había infiltrado alguno de aquellos zombis descoloridos.

No fuimos al metro, podía ser peligroso. Decidimos caminar mirando a uno y otro lado.

Cuando alcanzamos el portal de casa, la puerta chirrió más que nunca y encima la luz de la escalera parpadeaba. Para más inri, el ascensor,  tan envejecido, parecía que en lugar de subir, bajaba.

Cuando llegamos al último piso hicimos ademán de ir cada uno hacia su puerta, pero no. Aquella noche dormimos en mi terraza con los ojos abiertos. Si la calle estaba tan silenciosa era porque se había convertido en territorio de los muertos vivientes.

Hoy , “La noche de los muertos vivientes” no asusta a nadie porque hay zombis mucho más violentos o sangrientos que los de aquella pequeña película que firmó George. A. Romero. Zombis que salpican de sangre  y vísceras todo el patio de butacas. Aquella era en blanco y negro

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