Madrid era un desierto. El mes de agosto hacía honor a su fama y había conseguido que buena parte de sus habitantes tomasen el camino del Mediterráneo o se refugiaran en algunos de los pueblos de la sierra. La canícula apretaba de firme y quedaban pocas opciones de ocio, en una ciudad donde el aire acondicionado, apenas era real.
Yo
dormía en la terraza de un séptimo piso. Un año más mis profesores no habían
comprendido mis innatas habilidades para casi todo y habían decidido que
intentarían comprender la variedad de mis teorías, el mes de septiembre. En la
terraza amortiguabas levemente los calores del interior del piso.
Estaba
solo en casa. Andaba por los 17. Mi vecino estaba en las mismas .Sus padres, él
gente de cine y ella hermana de gente de cine, estaban en Asturias.
Mis
padres y su numerosa prole en Pozuelo de Alarcón, donde veraneábamos. No es
ficción, era realidad, como ya he apuntado en estas mismas páginas, veraneábamos
en Pozuelo, en la colonia Benítez, no
muy lejos de la estación, aunque también mis padres alquilaron casas en Las Minas,
las Cávilas o el Barrio de las Latas . Pozuelo no tenía último verano, aunque llegó
como todo en esta vida.
Aquella
noche en Madrid, Javier, mi vecino, me
convenció para ir al cine . “En el Rex
ponen La noche de los muertos vivientes, creo que es cojonuda”
-Ya, algo he leído-mentira-pero
¿no está un poco lejos?
La
Gran Vía con cuerpos casi desmembrados, con movimientos a cámara lenta, y sin
que corriera una brizna de aire.Mil novecientos sesenta y nueve y el calor acosándonos
sin piedad.
Sala
oscura. Película en blanco y negro. Y el aire acondicionado moribundo.
Empieza
con dos hermanitos, ya crecidos que, para pasar el rato ,digo yo,
deciden darse una vuelta por el cementerio donde estaban enterrados sus padres.
A
los padres no los vi, mejor, pero si aprecié algunos seres que caminaban como
si no estuviesen. Pero sí que estaban y menuda hora y media me hicieron, nos
hicieron, pasar.
Zombis
por aquí, por allá, detrás de mi butaca, delante, debajo, en el techo. Incluso
me planteé la duda de si mi amigo era uno de ellos. Sobre todo, recuerdo la
manita, pedazo mano, que se cuela por la ventana de la casa donde se supone
están los humanos.
No
fuimos al metro, podía ser peligroso. Decidimos caminar mirando a uno y otro
lado.
Cuando
alcanzamos el portal de casa, la puerta chirrió más que nunca y encima la luz
de la escalera parpadeaba. Para más inri,
el ascensor, tan envejecido, parecía que
en lugar de subir, bajaba.
Hoy
, “La noche de los muertos vivientes” no asusta a nadie porque hay
zombis mucho más violentos o sangrientos que los de aquella pequeña película que
firmó George. A. Romero. Zombis que salpican de sangre y vísceras todo el patio de butacas. Aquella
era en blanco y negro
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