La tormenta se había hecho dueña de la noche. Al despertar, la terraza había perdido su luminosidad. El agua encharcaba toda la superficie y los muebles, mesas, sillas, sombrillas estaban empapados. El suelo, casi anegado, mostraba los vestigios de la naturaleza…La pinocha se había esparcido por el pavimento y las hojas de los árboles, arrancadas con violencia disputaban su lugar. La tierra de las macetas, casi todas caídas, se había diseminado por la superficie. Ramas enormes yacían inmóviles en el jardín. Había llegado la calma después de un frenesí en que relámpagos y rayos iluminaban la oscuridad que ,durante la noche, se filtraba a través de la ventana.
Era una luz violenta que, parpadeaba con una intensidad que no había conocido. Si creyese en Dios diría que estaba paseándose por la Tierra para mostrar su poder. Uno de los rayos cayó muy cerca y la casa se estremeció. Los perros ladraban más asustados que los niños que, por sorprendente que parezca, seguían durmiendo plácidamente ajenos a la devastación del entorno.
Mientras apilaba los cojines de las sillas, empapados, notó un fuerte olor a quemado. Absorto como estaba observando los destrozos tardó en darse cuenta de que el fuerte olor impregnaba todo el ambiente. Volvió sobre sus pasos por si había algún problema en la cocina donde había dejado la cafetera al fuego. No ,incluso se mostraba solicita para invitarle a tomar un café. Llenó su taza y degustó su aroma antes de dar el primer sorbo. Pero el tufo persistía. Notó que hacía más calor que, la habitación donde estaba instalada la cocina americana había elevado considerablemente la temperatura. Preocupado, volvió a salir a la terraza y dirigiendo sus pasos hacia el fondo, donde se encontraba la rampa que le llevaba al piso superior, se sobresaltó al ver como una llama vomitaba desde la ventana de la cocina superior.
Abrió la manguera y comenzó a correr para tratar de apagar el incendio. El agua salió con fuerza e hizo que la llama perdiera fuerza. Los cristales de las ventanas habían quedado hecho añicos. La amplia cocina, minuciosamente decorada y con los electrodomésticos más solicitados del mercado, había desaparecido. No quedaba nada en pie, todo era negrura y cenizas, un amasijo de objetos y una temperatura que le impedía cruzar el umbral. Seguía confiando en la manguera para acabar definitivamente con el fuego. No supo con certeza cuando tiempo trascurrió mientras se afanaba en derrotar a las llamas. Apoyó la manguera entre dos rocas para que siguiese su labor y se hizo con una de las ramas más livianas esparcidas por el suelo ,para sacudir los rescoldos que aún emergían. Consiguió apagarlo.
Sobre la superficie abrasada, el olor a azufre se superponía a cualquier otro efluvio. Era muy intenso, como si procediese del mismísimo infierno. Pudo ver que la mesa colocada sobre la trampilla de la cueva estaba repartida en varios pedazos esparcidos por la estancia. Un enorme hueco daba acceso a la sima que hacía más de un lustro que no había pisado. Dejó la rama y regresó a la planta baja para hacerse con una linterna. Comprobó que todos seguían dormidos: La noche había sido dura y prefirió dejarles dormir. Arriba quedaba algún rescoldo, pero ,parecía que la violencia del rayo se había limitado a dañar exclusivamente la cocina. Cuando bajó por la linterna, se proveyó de unas buenas botas de invierno, de suelas contundentes para intentar acceder al interior. Lo hizo con sumo cuidado, pisando sobre los objetos que mantuviesen peor el calor y tratando de comprobar si, efectivamente, los daños se habían limitado a esa habitación.
La puerta que daba acceso al pasillo también había desaparecido y pudo asomarse y comprobar que, aparentemente, los daños se habían circunscrito al lugar donde se encontraba. Enfocó la linterna hacia la entrada a la cueva que, desnuda, le invitaba a acceder a su interior. Primero fue un lamento, un sollozo desgarrador que le hizo estremecerse. Después el lamento se confundió con un lloriqueo que no parecía humano. En medio de la oscuridad, en la negrura de la estancia, la luz de la linterna dio sus últimos estertores… Se quedó desconcertado. Inmóvil. Se tanteó el pantalón y comprobó con alivio que el móvil abultaba su bolsillo. Un diez por ciento de batería. La luz debió ir y venir durante la noche. Un pequeño reguero de luz le permitió descender por las raídas escaleras que, se quejaban, cada vez que posaba sus botas en los sucesivos peldaños.
Abajo el olor azufre era insoportable. No les hubiese gustado a los inquilinos. No tenían mucha simpatía por el averno.
Pronto descubrió el origen de los lamentos. Eran varios perros amarrados al fondo junto a la vieja caldera de calefacción. Dos eran de enorme tamaño, parecían mastines; los otros que mantenían su mirada lánguida tenían que ser los Golden, aunque no era capaz de distinguirlos por la tenue luz de la linterna de su móvil. Se acercó y los vio. Seguían llorando y gimiendo al mismo tiempo. Era un sonido aterrador. Sus amos los habían dejado allí, olvidados o abandonados. No podía entender tanta maldad. Notó un movimiento y sintió que todo el sótano comenzaba a vibrar. Apenas tuvo tiempo de desatar a los cuatro perros e intentar protegerse del derrumbe que se estaba produciendo. Cuando se quiso dar cuenta ya estaba bajo tierra, con el móvil parpadeando. Pensó que iba a morir, y lo peor es que podía pasarle lo mismo a quienes estaban durmiendo en el piso de abajo que, comunicaba directamente con el sótano. Le costaba respirar ,notaba la tierra, en sus ojos, en su boca y los esfuerzos que hacía con sus manos para apartarla no servían para nada. Se resignó. Estaba casi inconsciente cuando una enorme fuerza tiró de él. Uno de los mastines le agarraba de su brazo izquierdo mientras los Golden y el segundo mastín escarbaban junto a sus piernas.
Sin saber muy bien cómo, se vio rodeado de los cuatro perros que le lamían, mientras movían compulsivamente la cola, obligándole a ponerse en pie. Maltrecho, lleno de tierra, con los ojos semicerrados, con la respiración entrecortada, solo fue capaz de vislumbrar gracias a uno de los ventanucos un pequeño resquicio de luz, próximo a la caldera. Perros y humano hicieron lo imposible por allanar el camino. Al otro lado se oían los ladridos de sus perras. No supo nunca el tiempo que trascurrió, pero finalmente, encontró un hueco que le permitió acceder a la planta baja. A gatas, con los perros siguiendo sus pasos, también arrastrándose, pronto se reencontraron con las dos perras que ladraron alborozadas. Nadie podría explicarse cómo podían haberlos dejado abandonados y amarrados en el interior de la cueva. Las niñas seguían durmiendo, ellas seguían siendo ajenas a todo aquello. Trastabillándose, apoyándose en las paredes, consiguió salir a la terraza y ver el cielo azul. Se admiró, durante un instante porque al volver su vista atrás, la vieja casa había desaparecido casi por completo. Solo quedaban el salón y la terraza superior. Eso explicaba que la parte baja, donde se encontraba, no hubiese quedado sepultada. Notó que el olor a azufre estaba despareciendo. Que suave, cadenciosamente el aroma de las flores se iba adueñando del entorno. El viento hacia bailar a los árboles que dominaban el jardín. Los perros, todos, los seis, se habían subido a las rocas para otear alguna presencia extraña. Encendió un cigarro que se confundió con el ruido de las sirenas que se acercaban a la casa. Se preguntó si los rayos cesan alguna vez y percibió como hacían el camino inverso confundiéndose con el cielo azul.
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