Nunca he
sido un admirador del cine de zombies,
ni siquiera del cine de terror y mucho menos del gore. Es un género que nunca
me ha atraído, aunque reconozco que hay algunos títulos absolutamente
notables que me han hecho removerme en
el asiento.
En cualquier
caso siempre habrá para mí una película que me sobrecogió sobremanera, "La noche de los muertos vivientes",
de George A. Romero , considerado el padre del cine de zombies, esos seres que
abandonan sus tumbas para tenernos cerca de dos horas sobresaltados en la sala
oscura.
He recordado
cuando vi aquella película, ahora que el cineasta norteamericano de padre
gallego, ha fallecido a consecuencia de un cáncer. Fue en el verano del 69, un
año después de su estreno en Estados Unidos. La vi en el desaparecido cine Rex
de la Gran Vía madrileña en la sesión de noche, un día de verano. Logramos
salvar al portero de la puerta porque todavía no habíamos cumplido los
dieciocho años. El cine estaba muy concurrido y desde la primera secuencia se
adivinaba la tensión, que en momentos, se aderezaba con más de un grito de tono
agudo.
Y es que el
inicio se las traía con los dos hermanos en el cementerio y aquellos seres que comenzaban a moverse como autómatas y no
atendían a razones. El arranque no podía ser más inquietante, pero toda la
película tuvimos el corazón en un puño, algo que seguramente provocará alguna
sonrisa entre las generaciones más jóvenes. Blanco y negro, un presupuesto
irrisorio para la época, poco más de 100.000 dólares, efectos especiales
artesanales, actores poco conocidos y en
contrapartida una recaudación millonaria
de treinta millones de dólares.
Había
talento y George A. Romero supo mantener en vilo a los espectadores con un
filme claustrofóbico, con muertos muy feos y comiéndose cualquier brazo o
pierna, autoridades muy planas y poco resolutivas y con vivos con escasa iniciativa... Un grupo
heterogéneo que se refugia en una granja para protegerse de la creciente
población zombie. Toda la película tiene ese espacio cerrado como centro de la
acción, una casa donde acabará ocurriendo de todo y que motivó uno de mis mayores respingos de mi
larga historia como espectador de cine...
Una mano que rompe una ventana con la
intención de agarrar a uno de los vivos...Fue una sacudida generalizada en la
sala, aderezada con un buen puñado de chillidos.
El caso es
que en un Madrid solitario y macilento por el verano, a mi vecino y a mí el
regreso a casa nos pareció interminable y ante la ausencia de nuestros padres,
todos de vacaciones, decidimos compartir piso y habitación durante una noche
que se nos hizo interminable.
(PUBLICADO EN LA VOZ.24-7-17)
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