Está perezoso este Madrid de agosto. El sol cae con fuerza sobre el asfalto y la
sensación térmica se hace insoportable. Los que tienen trabajo se refugian en
las oficinas o comercios refrigerados ; los que no, apenas se mueven por unas
calles solitarias y aplomadas que solo
respiran muy tenuemente cuando el sol
comienza a esconderse. Algunos, muy pocos, la verdad, caminan mostrando los
restos de los días de playa. Un moreno que irá diluyéndose en los próximos días hasta alcanzar el estado habitual del resto
del año, es decir, la blanca palidez de los habitantes de la ciudad. Existen,
sin embargo, los que portan maletas que arrastran con cierta decisión
imaginando un destino que les haga olvidar todo aquello que quieran
olvidar. En las calles hay silencio. En
las estaciones de tren o de autobuses, en los aeropuertos hay un mayor trasiego
pero son recintos cerrados ajenos a una
ciudad solitaria en la que muchas de sus
fuentes se han apagado por mor de la crisis y no dejan refrescarse a quiénes se aventuran por las
callejuelas del Madrid de los Austrias o
se acercan al paseo del arte para visitar El Prado o acudir con menos agobios al Museo
Thyssen-Bornemisza donde todavía puede verse(hasta el 16 de septiembre) la
mayor antológica en Europa del maestro estadounidense Edward Hopper ,cuya
visión transcendente y singular de la realidad va más allá del realismo del
siglo XX.
Admirando los cuadros de Hopper me imagino como el artista hubiera descrito
estas ciudades desnudas de personajes y
sonidos…La mujer solitaria sentada en una cama, con un camisón rosa ,entre
sombras, mirando a ninguna parte aunque haya un cielo azul , nos hace
preguntarnos a dónde vamos y nos hace compartir esa mirada perdida. Hopper hace
que los espectadores nos convirtamos en mirones de sus cuadros.
Los suyos son personajes solitarios, llenos de incógnitas
que no saben de dónde vienen ni siquiera a donde van. Sus cuadros son un fiel
reflejo de la sociedad estadounidense desde los
años veinte y lo serían ahora de
la sociedad mundial.
Todos nos acercamos a comprobar que le ocurre a sus
personajes. A esa mujer que lee sin leer, sentada en la cama de un hotel
indeterminado o a esa otra sentada en un café con sombrero y abrigo dando
sensación de desidia o quizá indiferencia ante la incógnita de lo que le rodea.
Desde las ventanas que miran los personajes de Hopper hay
miedos, incertidumbres pero seguramente, también, deseos, los mismos que
experimentamos nosotros, espectadores cómplices
mientras evocamos sonidos de jazz e imágenes cinematográficas.
Agosto que se extenúa en fiestas, ruidos y artificios por
los pueblos de la sierra madrileña es silencio en Madrid. Hopper tiene algo que
ver.
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